No recuerdo desde cuando habita en mi cuerpo. Sencillamente un día observé aterrada que gran parte de mis glúteos y muslos lucían como piel de naranja. “Tienes celulitis”, me dijo a rajatabla, sin tapujos una de esas seudoamigas que disfrutan tu desgracia.
Estábamos en la playa. Como olvidarlo, era la época en que mis bikinis se veían espectaculares en una curvilínea talla 6. Y aunque me sentía Venus caminando por las arenas de Ocean Park, la observación de la gárgola de mi amiga me cayó como un balde de agua fría. Del tiro busqué la toalla y me enrollé cual surullito de maíz. Me parecía a la chica atormentada del anuncio de los difíciles días del mes.
Desde entonces uso “tankinis” y de colores discretos, nada de fuscia, naranja, violeta o verde chartreuse. Y con el “tankini”, el sarón. Chicas, la que no tenga ninguno, que vaya corriendo a comprarlo. Es pieza vital para los días de playa.
Ese día comenzó mi obsesión con la celulitis. Vivía pendiente de ella, espulgándome y estirándome cada pulgada del cuerpo. Gasté una fortuna en mi empeño por eliminarla. No hubo revista que no comprara ni tratamiento que no intentara. Y ni hablar de las cremas, emulsiones y guarapillos que tomaba. Nada me hacía efecto.
De los innumerables tratamientos a los que me sometí recuerdo el de las algas marinas. Este novedoso y único tratamiento que rayaba en lo sádico, consistía en consumir una generosa porción del vegetal marino en cada comida, además de embadurnarme dos veces a la semana en una sustancia babosa, gelatinosa que apestaba a centella. Luego me cubrían el cuerpo (para nada talla 6, me parece que con unas telas, algo así como momia egipcia, y permanecía inmovilizada, acostada en una camilla por espacio de hora y media. Pura tortura. El calor era insoportable y la incomodidad peor, porque cuando no puede una rascarse es cuando más te pica el cuerpo. Y ni hablar de las urgencias. “¿Cómo ir al baño?” , pregunté. “No puedes, concéntrate”, fue la respuesta. Yes, right!
Con las algas estuve hasta que me harté de ellas y mis niveles de fósforo me llegaron al cerebro. A todo lo que se movía que oliera a testosterona le brindaba mi mejor sonrisa. Una amiga me alertó y terminé el tratamiento. Entonces me sometí al lodo. Cada sábado me “brocheaban” los muslos y el trasero con un fango frío y me cubrían la piel con una bata. Pero aquí no me dejaban en una camilla. Por espacio de una hora tenía que hacer ejercicio, ya fuera bailar o brincar. (A veces tengo temor que esos vídeos en los que hago el ridículo aparezcan en Youtube).
Ni las algas ni el lodo rindieron efectos. Es ahí cuando conozco a Salman, un chamán de no sé dónde que te daba a beber un mejunje dizque mágico que en menos de dos meses te hacía desaparecer la celulitis. Una amiga me convenció de que lo intentara. Me tomé la poción y estuve de carreritas por más de dos semanas. Terminé con una deshidratación tal que hasta la piel se me puso reseca y áspera. Aún no me he recuperado del todo, pero ya puedo comer sólido.
En fin, vivo con la celulitis. No hay de otra. Y como me dice un gran amigo, en la penumbra, nada se nota… Ciao!
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Estábamos en la playa. Como olvidarlo, era la época en que mis bikinis se veían espectaculares en una curvilínea talla 6. Y aunque me sentía Venus caminando por las arenas de Ocean Park, la observación de la gárgola de mi amiga me cayó como un balde de agua fría. Del tiro busqué la toalla y me enrollé cual surullito de maíz. Me parecía a la chica atormentada del anuncio de los difíciles días del mes.
Desde entonces uso “tankinis” y de colores discretos, nada de fuscia, naranja, violeta o verde chartreuse. Y con el “tankini”, el sarón. Chicas, la que no tenga ninguno, que vaya corriendo a comprarlo. Es pieza vital para los días de playa.
Ese día comenzó mi obsesión con la celulitis. Vivía pendiente de ella, espulgándome y estirándome cada pulgada del cuerpo. Gasté una fortuna en mi empeño por eliminarla. No hubo revista que no comprara ni tratamiento que no intentara. Y ni hablar de las cremas, emulsiones y guarapillos que tomaba. Nada me hacía efecto.
De los innumerables tratamientos a los que me sometí recuerdo el de las algas marinas. Este novedoso y único tratamiento que rayaba en lo sádico, consistía en consumir una generosa porción del vegetal marino en cada comida, además de embadurnarme dos veces a la semana en una sustancia babosa, gelatinosa que apestaba a centella. Luego me cubrían el cuerpo (para nada talla 6, me parece que con unas telas, algo así como momia egipcia, y permanecía inmovilizada, acostada en una camilla por espacio de hora y media. Pura tortura. El calor era insoportable y la incomodidad peor, porque cuando no puede una rascarse es cuando más te pica el cuerpo. Y ni hablar de las urgencias. “¿Cómo ir al baño?” , pregunté. “No puedes, concéntrate”, fue la respuesta. Yes, right!
Con las algas estuve hasta que me harté de ellas y mis niveles de fósforo me llegaron al cerebro. A todo lo que se movía que oliera a testosterona le brindaba mi mejor sonrisa. Una amiga me alertó y terminé el tratamiento. Entonces me sometí al lodo. Cada sábado me “brocheaban” los muslos y el trasero con un fango frío y me cubrían la piel con una bata. Pero aquí no me dejaban en una camilla. Por espacio de una hora tenía que hacer ejercicio, ya fuera bailar o brincar. (A veces tengo temor que esos vídeos en los que hago el ridículo aparezcan en Youtube).
Ni las algas ni el lodo rindieron efectos. Es ahí cuando conozco a Salman, un chamán de no sé dónde que te daba a beber un mejunje dizque mágico que en menos de dos meses te hacía desaparecer la celulitis. Una amiga me convenció de que lo intentara. Me tomé la poción y estuve de carreritas por más de dos semanas. Terminé con una deshidratación tal que hasta la piel se me puso reseca y áspera. Aún no me he recuperado del todo, pero ya puedo comer sólido.
En fin, vivo con la celulitis. No hay de otra. Y como me dice un gran amigo, en la penumbra, nada se nota… Ciao!
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